Sabía que estabas, que vendrías
sabía que en tus ojos se ahogarían los míos,
hechos migas de extensos confines de hastío
y de remedar plácidos paisajes de remanso.
Antes de aparecer, te adiviné en mis entrañas
como algún semidiós que con flauta báquica,
avivara en mi carne una llama tenue, sosegada
amenazada de extinción, rodeada de mis hielos.
Al percibir mi oído el aura de tu palabra,
aquel día que el cielo fulguraba y era octubre;
advertí una caricia de suaves plumas blancas
como si nuevas alas me afloraran de pronto.
Con sigilo, prudente, te entregué mi alma,
aquella que había sido un arma victoriosa,
que había degollado todas las seducciones
a ti, mi ángel hermoso, te la entregué sin lucha,
Y tú con tu sonrisa, ¡oh tu risa que cura!
erradicaste de mí indignos dolores
pegando en mi cielo piadosas estrellas,
farolas de esperanza a mi locura.